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Ahora que se que el tesoro está a buen recaudo, navego más rápido. Me duelen los ojos de estirar la mirada a través del catalejo —ahora el derecho, ahora el izquierdo—. Busco en el horizonte curvo un nuevo lugar para pescar peces más grandes. He abandonado, por fín, el mar de las sardinitas. Mi objetivo ahora son los rodaballos o lubinas, aunque un par de merluzas no estarían nada mal.

Intento disfrutar de los sonidos del barco cuando coge velocidad y las olas emiten ese estruendo al golpear el casco. El olor a sal, humedad y mis pupilas atravesadas por ese horizonte de dos tonos.

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