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He subido a cubierta. Hace viento y el sonido de la lona no deja oir el casco golpeando la superficie del mar. Las velas se hinchan como globos por momentos. Navego… Me encanta notar cómo los pensamientos se vuelan cuando me asomo por la proa y el aire arrastra el pelo hacia atrás. Casi no me deja respirar.

Continua el horizonte curvo en 360º, nada se ve. Estoy segura —después de comprobarlo algunos días— de que en este trozo de esfera solo se ilumina mi candil cuando la tierra oculta el sol. Nada más alumbra la atmósfera. Ni si quiera la luna ha salido esta noche. Imagino por un momento que siempre va a ser así y noto el frío del aire salado.

Navego… La mayoría del tiempo lo hago en la misma dirección. Aunque a veces hago algún viraje siguiendo algún tipo de intuición, el viento, los peces, la luz… Pero sin astrolabio ni curso de cartografía difícilmente puedo dirigir el rumbo.

Queda poco ya para bajar y encender el candil del camarote. Así, mientras ojeo los dibujos de islas que encontré y releo las notas embotelladas de la estantería —con el dedo de ron olvidado en el cuenco— vuelvo a cerrar los ojos y a notar el zarandeo y los crujidos del casco del navío.

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