LUDIVINA

Recuerdo cómo me enseñaba mi abuela sus pañuelitos cuando era niña: como su tesoro. Mi abuela guardaba muchos tesoros: muñequitos que encontraba; anillos y medallitas —casi siempre de vírgenes y santos—; y los pañuelitos.

A veces, la veía recortar telas de sábanas o retales que había comprado imaginando pañuelitos de ese color. Cortaba y remataba los bordes de los pañuelos con mucho cuidado y, cuando estaban listos, los guardaba dobladitos y bien planchados en el fondo de un cajón.

Cuando crecí un poco más abría los cajones de su casa (la casa donde vivo ahora) intentando encontrar sus tesoros escondidos sin que me viera.

Algunos pañuelos los usaba de continuo. Dependiendo del día llevaba uno u otro y cuando los tenía bien usados los lavaba a mano y los dejaba durante horas en remojo con suavizante. Recuerdo, ya en casa de mis padres cuando mi abuelo murió, ver a medio día las palanganas con algún que otro pañuelo en remojo.

Precisamente en su vejez y ya inundada de su demencia, los pañuelos supusieron una de sus obsesiones. Escondía pañuelitos por todas partes. Abría y cerraba cajas de cartón, contando una y otra vez esos trozos de tela de colores. Le encantaban los colores en los pañuelos y en su ropa (tan solo descansó del color la época de luto por mi abuelo, pero más tarde retomó con ansia todos los colores brillantes metidos en cuadros, lunares o flores).

Algunos pañuelos fueron blancos porque también le fascinaba ver cómo se blanqueaban con un chorro de lejía y quedaban tan limpios.

Yo había olvidado el olor a cremas, colonias y suavizante de mi abuela después de su muerte. Ella olvidó todo, quién era, dónde estaba e incluso lo que había sido. Perdió el sentido de la orientación y con él también zapatillas y joyas; perdió incluso el baño y la cocina. Nunca recordaba dónde había dejado las cosas, dónde habíamos metido los demás las estancias de la casa, que según ella las cambiábamos de sitio y se movían sin que se diese cuenta. Nunca olvidó los pañuelos. Nunca se olvidó de perfumarlos ni de cuántos tenía. Olvidaba dónde los guardaba y comprobaba que no se habían movido del sitio, como las estancias.

Yo olvidé ese olor. Después de su muerte, su habitación olía a recién pintada. Respiré hondo de pie frente al armario y giré la llave. Vi las cajas de cartón amontonadas, los cofres del tesoro. Las abrí todas y rebusqué, metí la mano en los cajones y los bolsillos de las faldas y fui encontrando pañuelitos escondidos, perfectamente doblados y perfumados. Encontré con ellos el olor a mi abuela, a crema, colonia y suavizante, la sensación de que por fin me regalaba su más preciado tesoro, como cuando era niña.

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Pañuelo de Ludivina bordado por Cristina Shauquillo, Berlín. Cristina es artista y diseñadora gráfica y éste es un proyecto para una exposición en Berlín.

(Gracias, Cristina, por devolver la vida a los pañuelitos de Ludivina)

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